Detrás de los Afectos
Por Silvana Mandrille*
Descorro
el velo de los años y asoman días de inocente infancia, de asombro por las
pequeñas cosas. Un tiempo con ángel de la guarda. Una vida que era abrigo
tibio, camino ancho y llano, horizonte alcanzable, jardín de flores perennes…
Hoy
pasé por una plaza y un chiquillo me pidió que lo hamacara, bien alto -me dijo-
que quiero tocar el cielo. Bendito niño -pensé- que ni se le
ocurre medir la distancia que lo separa del cielo y sólo percibe el
azul profundo que lo inunda. Se reía, mientras gritaba… ¡Lo toco! ¡Lo toco! Y
yo celebraba con él, el regreso del antiguo ángel guardián de la infancia.
Al
recuperar al ángel, recobro a la niña olvidada. Entonces, por un momento, la
dura batalla de vivir deja de embarullarme y los ojos que siempre estuvieron
vueltos hacia afuera miran el alma. Redescubren la ternura de unos abuelos que
me hicieron más linda la infancia. Intuyo que soy más feliz por haber
disfrutado de ellos, cuya presencia fue muy importante para el ser que iba
creciendo dentro mío.
Mis abuelos
paternos me prodigaban todo el amor que tenían, sin guardarse nada. Yo, en mi
inocencia, los veía felices y sentía que siempre lo habían sido. Pero un día
conocí la historia de mi abuelo… Un hombre que cuando joven llegó de la vieja
Italia, escapando del horror de la guerra. Argentina lo recibió, nueva y
progresista. Económicamente le dio la posibilidad de un buen pasar y junto a la
abuela criaron a cinco hijos, entre ellos mi padre. Una familia que le permitió
renacer, empezar de nuevo, reconstruir su vida. Sin embargo, a veces creo que
todo no fue suficiente para hacerle olvidar el estupor de los campos de
concentración. Seguramente, por las noches en la soledad del sueño y la
pesadilla, resucitaban en su memoria las imágenes de la deflagración, los
gritos, los muertos y los heridos; las víctimas y, entre estas, se habrá
percibido a sí mismo con sentimientos encontrados: como un hombre de suerte
porque sobrevivió, como un tirano porque mató, como un cobarde porque huyó…
Siempre se expresaba poco, como si la huella del desapego o de ser
ajeno a lo que sucedía alrededor tiñera su vida
cotidiana. Supongo que las representaciones del pasado interferían en la
manifestación de sus afectos, y en esa existencia solitaria y algo distante que
llevaba habrá encontrado la mejor manera de preservarse y no enloquecer.
Cuando
crecí y pude elaborar esta historia dolorosa me pregunté si habrá podido
superar el destierro de su patria, la tristeza de no haber visto
nunca más a sus padres y hermanos, el fantasma de la guerra, aquel
pasado de miseria y hambre, el momento crucial de decidir su destino…En fin, me
hubiera gustado sacar de su corazón “el sentir” que su familia vincular pudo
llenar el vacío de un ayer tormentoso. Más la duda me acompañará siempre porque
la empatía me permitió ponerme en sus zapatos y percibir su pena.
Detrás
de los afectos siempre me reencuentro con la niña que fui, y también con el ángel
guardián que me cuidaba. Si bien dicen los psicólogos que en la primera
infancia está la raíz de todos nuestros traumas, estos no se hacen realidad
hasta que los analizamos desde nuestra mente adulta porque cuando niños todo
estaba bien como era. Desde que se fue aquella niña que jugaba despreocupada,
sin miedo, con gracia, siempre contenta… tengo la sensación de complicarlo
todo, de haberme convertido en un ser serio y calculador, lleno de
inseguridades y de previsiones. ¡Siento una gran nostalgia por la niña que fui!
Recordando
a mis queridos abuelos, a través de este relato, recupero la ingenuidad, la
quietud de aquel tiempo que pasaba sin prisa, la esperanza y los sueños, los
juegos que hoy ya no juegan los niños en las escuelas… Agradezco al chiquillo
de la plaza que me pidió que lo hamacara. El me reveló que siempre tengo la
oportunidad de acercarme al cielo, rescatando aquel pasado en compañía de
abuelos.
*Cuento Ganador del Concurso Literario de la Comunidad Marchigiana de San Francisco "Acercando Distancias" - Año 2012
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